La Isla, trasluces y claroscuros

 

San Fernando, de Febrero de 1999 

 

Discurso de Ingreso en la Real Academia de San Romualdo

 

 

 

Tengo por cierto que el ser humano casi nunca es lo que quiere ser, sino el resultado de lo que puede digerir. 

Un proverbio árabe lo dice de otra forma: «Nadie puede saltar fuera de su propia sombra». Y Jardiel Poncela, con su irónica crudeza, lo remataba afirmando que en la vida humana sólo unos pocos sueños se cumplen, que la gran mayoría se roncan. 

Con estas premisas podrán creer que este momento, el honor que en este momento recibo, no lo he soñado nunca, ni siquiera cuando siendo un chaval lleno de ilusiones, esto es, lleno de preguntas sin respuesta, me acerqué por primera vez a un acto público organizado por esta Academia. 

La Isla era otra, podrán comprenderlo. En aquella Isla de relumbrón, para ser alguien, había que usar sombrero, vestir de oscuro o de uniforme; preferentemente de uniforme con los galones como Dios manda: paralelos a la bocamanga; porque llevarlos al biés era otro cantar, como lo eran las distintas posiciones de las estrellas, de las que tanto sabían, como de galones, las isleñas casaderas. 

Entrar, por tanto, en la Biblioteca Lobo y ver a tanto señor de oscuro, a tanto uniforme con los galones bien puestos, e identificarlo con la Cultura Isleña con mayúscula, bendecida y consagrada, fue todo uno; y me dio un cierto repelús, no porque considerara inalcanzable aquel Parnaso circunstancia que ni siquiera me planteé, sino porque lo inimaginable para mí, como para cualquier chaval de mi edad, era verse de señor mayor, vestido de oscuro y dando sombrerazos. 

Ha pasado el tiempo, estoy desembocando en un paisaje similar al que tanto me inquietó entonces, y aun cuando ya lleve conmigo una dosis importante de escepticismo que me protege, sigo teniendo muchas preguntas sin respuesta; es decir, sigo teniendo curiosidad e ilusiones, por lo que no me considero señor mayor a la vieja usanza, sino paciente pescador de caña, consciente de que a mayor simplicidad en las preguntas, más difíciles son de encontrar las respuestas. En el fondo, quiero decir que sigo siendo el mismo chaval asustadizo de los ringorrangos y los protocolos, con la ventaja de haber vivido, de haber tratado, alternado, con gente variopinta, tanto más sencilla cuanto más importante, y esto, aparte de cauterizar viejas impresiones, me ha servido para ser condescendiente sin dejar de ser irónico, tolerante sin dejar de ser crítico, y empedernido observador del ser humano, que es, quizá, lo único que de verdad me importa, porque es el único paisaje verdaderamente sorprendente, aunque para contemplarlo haya que entornar los ojos y guardar una distancia prudencial; en definitiva, creo que puedo acreditar que he digerido aceptablemente las experiencias que me ha brindado la vida y que, por ello, mis sueños han estado huérfanos de los ronquidos a que aludía Jardiel. 

En fin, que todo este preámbulo no es sino un posicionamiento previo que a lo largo de mi intervención intentaré dejar aclarado, aunque también sea una forma de camuflar mi emoción y mi agradecimiento. Emoción por ingresar en una institución a la que respeto, y agradecimiento a mis, desde ahora, compañeros de la Academia, muchos de ellos amigos entrañables, admirador de todos, me votaran o no, como debe ser, como debe comprenderse si se piensa que en esta tierra, con un poco de suerte y mucha benevolencia, sólo se adquiere una cierta unanimidad cuando ya no hace falta. El Señor nos coja confesados. Gracias, pues, a todos. 

Una última aclaración preliminar: deben comprender que ante la responsabilidad de confeccionar este discurso de ingreso, pidiera su parecer a esos tres o cuatro amigos que uno tiene, incapaces de mentir ni siquiera por cariño, para que me orientaran sobre el tema que, en esta circunstancia, debiera abordar. Todos, cada uno por separado, coincidieron en que tratara de La Isla y sus gentes, aunque, me advirtieron, que no cayera en el error de los aficionados a historiadores, a sociólogos, a antropólogos o del chisme de patio de vecinos y arriate, que tanto abundan por estos pagos. Es decir, que aunque mis observaciones descansaran en esas materias las metabolizara literariamente, puesto que, en el oficio de escritor hay que pedir prestados los datos, y amasarlos para recrearlos después de haberlos dejado en reposo, en maceración, que diría cualquiera de mis admirados maestros de cocina. 

La Isla y los isleños. 

Bueno, en realidad, los isleños y La Isla ya los abordé en mi libro «Por los siglos de los siglos»; libro de retratos, como se subrayaba en él, en donde los lectores han ido poniendo a mis personajes de ficción, nombres y apellidos concretos a pesar de estar fundidos con las personalidades de muchos para poder conseguir los arquetipos, o precisamente por eso. Pero si di pistas identificativas y los lectores las reconocieron, debo suponer que no marré demasiado en aquella galería de retratos, y que el paisaje, como las peripecias, fueron honestos, alejados de la caricatura, que es, ustedes lo saben bien, el espíritu que ha animado a mucho escritor localista. 

La Isla y los isleños. 

Decía Faulkner que «el deber del escritor es reflejar su vida, aportar su experiencia, todo lo que ha soportado, toda su pequeña aventura humana, todo lo que Dios ha querido hacer de él». 

Si esto lo hubieran hecho en La Isla al pie de la letra, con valentía y con talento, seguro que habrían saltado los esquemas. Decir que en el arranque de La Isla que viví estaba una sociedad pagada y satisfecha de sí misma, donde hasta la inteligencia tenía que ser hereditaria, como los apellidos o la casa en la calle Real; que en La Isla se confundía la razón con el ejercicio de la autoridad, la idea con la orden, el empleo con el destino, la persona con el cargo; y poder decirlo lisa y llanamente, sin resquemores, ni afanes de revancha sino con la perspectiva que da el tiempo, la cultura bien digerida y la asimilación de otros esquemas sociales más realistas, donde pocos se miran al ombligo, conscientes de que el futuro empieza cada mañana; convendrán conmigo que en La Isla no ha sido un ejercicio habitual; que ha faltado ese constante acto de contrición, necesario para no perder los papeles. Por el contrario, aquí se ha adulado demasiado, precisamente por la configuración escalafonada de la sociedad, por la forzada convivencia diaria y por ese carácter oficialista que ha presidido cualquier relación entre los isleños, cada uno en sus círculos cerrados, salvo en esas válvulas de escape que fueron para muchos las cofradías, escalafones paralelos para medrar algunos, o para seguir asintiendo, porque lo importante nunca fue el ser, sino el estar; un proceso que aquí se ha seguido de forma inversa a cualquiera otra parte, donde primero es necesario ser para poder estar; aquí se optó por afianzar el estar para poder ser. Ser y estar. Llegar a ser es muy complicado, y casi siempre es producto de muchas y variadas digestiones. Estar es mucho más fácil, basta la perseverancia, el enchufe, los trienios, o una simple orden ministerial. O todo al mismo tiempo, por ese orden. 

Los que me conocen saben que salí temprano de La Isla, de esos esquemas, apenas cumplidos los veinte años. Fuera de aquí, me empeñé en ver a mi pueblo al trasluz de otros pueblos, a medida que los iba conociendo, entendiendo que cada uno siempre tuvo una justificación para existir, buscando en cada uno la razón 

—o las razones— de su origen y posterior ocaso o desarrollo. Así me los fui encontrando a orillas de caminos reales, o de cañadas de la mesta, o a la sombra de castillos y conventos o, simplemente, porque a alguien se le ocurrió montar unos telares, unos hornos, una fábrica de embutidos, o explotar una cantera. 

Pueblos y aun capitales nacieron con levísimos pretextos y no todos lograron sobrevivir; así muchos, agotadas sus canteras o esquilmados sus bosques, más concretamente, siendo incapaces de transformar su materia prima, terminaron convertidos en fantasmas y que hoy, con esa visión mercantilista que nos domina, podemos decir que fueron víctimas de la falta de iniciativas. Los más, sin embargo, con unas formas de vida, si no aseguradas, sí con ideas y determinación para afianzarlas fueron superando el reto de los tiempos; es decir,vecinos llegaban al convencimiento de que, precisamente, en sus precariedades y en sus limitaciones descansaban sus únicos motores, sus mejores aliados para el desarrollo. De ahí, por ejemplo, el valor casi mágico que en muchos lugares se le sigue dando al terreno propio o comunal, o a las herramientas con las que se consigue el pan de cada día, o a la garantía de continuidad que se le otorga a las cosechas o, en el plano doméstico, a ese símbolo, a ese seguro anual que constituían las matanzas; dicho de otro modo: los pueblos, a pesar de la industrialización que tanto ayuda, viven, tienen pulso, cuando ni siquiera esa industrialización ha logrado matar del todo conceptos tan puros como pan, lumbre, tierra, porque son ellos los que ayudan a configurar unas formas de ser, imprescindible giroscópica si de encontrar el norte permanentemente se trata, de tener definido el camino para asegurar el futuro, día a día. El problema está cuando todos se conforman con ser tripulantes de una teórica nave cuyo rumbo lo marcan otros, sea el Estado o una multinacional monopolista a los que no les interesa las formas de ser sino las formas de hacer. 

Alguna vez he referido que tuve la suerte de vagabundear por España en aquellos años donde la singularidad de sus rincones no la había prostituido la televisión, ventana global y adocenante que tantas inocencias matara. A golpes de fines de semana fui recorriendo pueblos, empezando con el «Viaje a la Alcarria» como itinerario de cabecera, y después con la intuición como guía; a veces en trenes renqueantes de maderas y ruidos, otras en autobuses capaces de hacer amistades, compartir vivencias y meriendas; las más, con un amigo, apasionado del volante, alquiladores de seiscientos a prueba de calentones o ventiscas de hielo; en pocas palabras: cuando viajar suponía un porcentaje grande de aventura, de sorpresas que obligaban a mantener despiertos los sentidos para poder asimilar lo inesperado, aprender de lo mínimo y con lo grandioso y conmoverse con lo inefable. Posadas, albergues, pensiones y hasta hoteles pomposos fueron mis techos; camas hondas, sábanas de hilo áspero, olorosas de lavandas y membrillos; palanganeros con jofainas de porcelana y bañeras como barcas románticas varadas, me fueron tan familiares como las sopas en cuencos de madera o de barro, los calderos sobre trébedes en las brasas de los hogares, el silencio de los amaneceres, roto por el orfeón de los gallos, el rodar de los primeros carros, o el sonar de los rebaños buscando sus majadas. Charlas sosegadas con vino gordo y tabaco negro por delante; hombres recios de mirar lejano, como si para ellos no existiera más que el pasado y la voluntad de Dios. Tiempo aquel en el que busqué canciones de boda o de trilla, en corros de mujeres encajeras, sol y sombra en soportales de piedra, mujeres siempre atareadas, desde las migas del alba hasta el último rezo del día, en los primeros frescores de la noche o al amor del hogar, hondo y cálido como una nana de abuela. 

Como andaluz arrastraba ese complejo que los andaluces teníamos con nuestra ceceante pronunciación, por considerar que la buena era sinónimo de cultura; buscar, como buscaba, el habla castellana de la gente sencilla y convencerme de que la cultura no tenía nada que ver con las eses bien pronunciadas fue un alivio; consecuentemente, el trato con gente diversa me llevó a convencerme de que siempre había una cultura más auténtica que los folklores oficiales y que en todas partes existen eruditos relamidos, como salidos de hojillas de almanaque, dispuestos a entrar en todas las salsas. Y hacen bien; qué más da. También, por contra, pude comprender que una de las cualidades más dignas de admiración en el ser humano no era ni siquiera la inteligencia y, mucho menos, el prestigio social, sino la sencillez, porque servía para realzar a ambos; de ahí que, al extrapolar el dato de la pronunciación, no tuviera más remedio que reírme mentalmente de aquellos amigos isleños, que con sólo hacer una excursión a Madrid, a examinarse para ingresar en la Armada, por ejemplo, viaje de ida y vuelta para muchos, volvieran hablando como si hubieran nacido en Chamberí o, peor, en la mismísima calle de Serrano. Y, andando el tiempo, anclado definitivamente en este puerto, es natural que no sienta demasiada extrañeza ante tanto arrebato costumbrista y tanto empeño en defender, como si de tesis doctorales se trataran, auténticas estupideces. En fin, que quizás influenciado por La Isla de cartón piedra que dejé, me fui convirtiendo en un curioso de la vida allí donde la vida se me mostraba sin intermediarios; o lo que es lo mismo: convertido en un empírico al que no podía faltarle ni la fe en las personas ni el escepticismo proporcional para no perder la perspectiva, y ver La Isla en trasluces y claroscuros, para que nadie pudiera desvirtuármela ya que, pese a todo, había aprendido a quererla en la distancia. 

Se aprende por contraste. Se aprende a valorar cuando se tienen elementos que puedan ser comparados. Para saber cuánto se ama es necesaria la ausencia. Para conocer cómo son los sentimientos del pueblo donde uno nace es necesaria la distancia. Distancia no sólo física, sino en el tiempo. 

Suele decirse que los hechos, los acontecimientos, sólo penetran en la Historia cuando transforman el presente y condicionan el futuro; aseveración ésta que dudo la conozcan todos los políticos que nos gobiernan. En La Isla, antes de 1717, no ocurre casi nada; bueno, ya me entienden: sí, un terreno que cambia sucesivamente de dueños, unas finquitas algo más aparentes que los actuales chalés adosados de La Barrosa y poco más, porque todo lo anterior, hornos y alfares púnicos incluidos, salvo las explotaciones salineras, fueron un pasar más o menos precario, pero que nos condicionaron poco. En cambio, en 1717, el traslado de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz va a desencadenar acontecimientos de consecuencias inmediatas y futuras para La Isla. La decisión de Patiño de desligar, dentro de la Bahía, el puerto comercial del militar y de instalar en este término un Arsenal de grandes dimensiones, es el principio de todo, en el que el azar también juega su baza importante. Seguramente el destino de este suelo nuestro hubiera sido otro de no coincidir en Patiño la circunstancia de ser nombrado, al mismo tiempo, Intendente General de la Marina y Presidente del Tribunal de Contratación; es decir, reunir en una sola persona la capacidad de arbitrar, no sin forcejeos, una solución que beneficiaba a esta parte, de privilegiada situación, aunque bastante improductiva industrialmente hablando, salvo las salinas ya mencionadas. 

La Isla nace, pues, con una razón y con un objetivo concretos: una renovación de la política naval y un arsenal militar para conseguirla. Por estos motivos a ella arriban centenares de personas con oficios especializados que, en aquel tiempo, ya suponen un peldaño superior en la escala social. Más aún y para precisarlo mejor: nadie viene para ejercer su oficio en la industria naval privada, sino en la militar, que determinaría unos reglamentos y unos comportamientos distintos, marcados por las ordenanzas y, consecuentemente, por los grados y escalafones; dato importante si de forjar un estilo o unos caracteres se trata. 

Hasta hace unos años, fuera de los límites de nuestro término municipal, sobre todo en el entorno próximo, a los cañaíllas se nos consideraba más bien esquinadamente, pese a ser La Isla una gran bolsa de trabajo que redimió a tantos de la peonada en labrantíos. En un arco que podía empezar en Chipiona, pasar por Jerez y la Sierra y terminar en Tarifa, a los isleños nos veían estirados, altaneros, cursis, entre tanto uniforme y tanta corbata. Un conileño listo, al que conocí, decía que bastaba tomar café en La Mallorquina «para hacerle un retrato a La Isla entera»: allí el militar relegado, retirado hasta del saludo de los que estuvieron bajo sus órdenes; el director de banco que se hace el cordial o el estrecho, según el cliente; el que se levanta cada mañana dispuesto a dar el sablazo; el que, como si esperara a alguien, lee gratis el periódico; el que después del día quince ya no desayuna con tostadas porque el sueldo también ha de tapar otras voluptuosidades; allí la tertulia de camafeos con escasa conversación, pocas ganas de consumir y mucha constancia. Argumentar que esos tipos se dan en cualquier parte, como le argumentaba a mi amigo, no me tranquilizaba demasiado, sobre todo cuando me remataba diciendo: Sí, pero sólo aquí, además, te perdonan la vida. 

Ser distintos. No hay lugar que conozca en donde no presuman de ser distintos a los del pueblo de al lado. Sin embargo, en La Isla sí hubo razones que lo justificara, si consideramos que desde su nacimiento ha estado condicionada a un destino y unas voluntades que han excedido a su propio territorio y a sus propias iniciativas. 

Cuando se está cuestionando el valor estratégico actual del Arsenal de La Carraca, no se discutía cuando se decide aquel lugar como el mejor y más adecuado, al abrigo de cualquier ataque, como el tiempo se encargó de demostrar. Pero el hecho cierto es que al calor de esa industria naval nace un pueblo nutrido de gente especializada, unidas sin más sentimientos que el azar de unas profesiones y las disciplinas de unas ordenanzas. La Isla de León crece aprisa y, como consecuencia de ello, «sus casas, dice Cristelly, son agradables a la vista, generalmente cómodas, sin ser magníficas ni espaciosas»; es decir, que en La Isla, al no haber más capitales que los sueldos, no hay lujos, sino premura para alojar al alubión de familias que vienen al amor del Arsenal. 

Los comportamientos, unidos a las formas de hacer, van perfilando unas formas de ser, que es donde veo la raíz de nuestros rasgos diferenciales igual que los he visto en otros lugares, como citaba, aunque aquí, además, tuvimos el valor añadido de la trascendencia del quehacer diario, eso que también se ha definido en La Isla como destino. No es lo mismo nacer para darle continuidad a la nombradía de unas viñas, que hacerlo dentro de un marco donde se forja y se cimienta o se intenta forjar y cimentar el prestigio naval de las Españas. 

La peripecia local va supeditada desde entonces a la peripecia nacional, como lo demuestran las vicisitudes históricas que marcan indeleblemente el carácter de los isleños: Trafalgar, Las Cortes de Cádiz, la pérdida de las Colonias o la Guerra Civil, por citar solo lo más sobresaliente dentro de ese tiempo comprendido entre la decisión de Patiño y nuestros días, fueron acontecimientos que no sólo, por sus magnitudes, conmocionaron y condicionaron a España, sino de una forma mucho más directa a los habitantes de La Isla. Cuando hoy se dice que toda nuestra historia ha estado vinculada a la defensa nacional, creo que no se expresa con exactitud hasta qué punto fue esto cierto y cómo ese acto de servicio imposibilitó otros esquemas económicos. Que en los perfiles socioeconómicos de La Isla, Trafalgar, Las Cortes, Cuba y Filipinas y la Guerra Civil han sido variables que no han manejado en la misma proporción otros pueblos, es tan evidente como que esos pueblos tampoco tuvieron que adquirir la cintura ni los reflejos para convivir con franceses o ingleses, ora enemigos, ora aliados, ni que poner a flote una escuadra para ser los primeros en recibir la noticia de su desastre y el luto por sus muertos; ni sufrir tan directamente a consecuencia de todos los aconteceres y vivir en propia carne las muchas agonías de la Armada, de su Marina, su pan, su pretexto y su orgullo. 

Aquí no se lloraron cosechas perdidas, ni se lagrimeó intermitentemente por las malas; aquí la flota de bajura nunca fue pan amargo para huérfanos y viudas; sin embargo, los grandes dolores de España, en La Isla se arrastraron durante más tiempo. Después de Trafalgar, la paralización de los astilleros isleños hace caer la población, que vive uno de sus muchos momentos de penuria e incertidumbre y empieza, sobre todo para los marinos y los que de la marina dependen, ese aguantar el tipo con la estoica dignidad no exenta de soberbia que ha sido una de sus constantes más sobresalientes. España nunca fue, en La Isla, una abstracción ni una ortopedia. España le dio a La Isla un sentido y una razón de ser, aunque admitiendo el dominio de lo militar sobre lo civil; lo civil acompasado a lo militar, incluso cuando las Cortes de 1810. Es la guerra la que hace recluirse en La Isla a los que van a proclamar la libertad, aunque es el pueblo el que sabe crear ese clima que la propicia, un pueblo apasionado o distante, sensible y hospitalario, como queriendo demostrar que es algo más que escenario forzado de unos acontecimientos que van a transformar y a sentar las bases de una España más moderna y más justa. Equivocarse en la defensa del monarca no es imputable ni a las actitudes ni a los propósitos, sino a no comprobar ni la composición ni la fecha de caducidad del medicamento base del tratamiento. Los isleños, que tan de cerca vivieron y tanto apostaron por la libertad, quedaron marcados, una vez más, cuando el absolutismo, «lo oficial», terminó imponiendo su ley y su fuerza. El instinto del pueblo ya notaba que «lo oficial», con precariedades, daba para comer todos los días, pero «lo oficial» también era susceptible de dejar abandonados a todos a su suerte, como se vio en la Guerra de la Independencia, o en la política suicida que condujo al desastre de las Colonias. 

Como muchos de ustedes, por edad conviví con personas que vivieron «lo de Cuba y Filipinas». La Isla, señoreada ya en San Fernando, conservó mucho tiempo el recuerdo de la Cuba colonial, no sólo en las heridas y las ausencias que el tiempo tardó en cicatrizar, sino en las añoranzas de pasados esplendores, en las reliquias de sus muebles de rubia caoba, o en sus tresillos de bambú para los patios con montera, o en dulzonas habaneras en el piano los jueves de visita, con café, cacao, jalea y guayaba en los dulces caseros. Muchos de ustedes recordarán también aquellos negritos corpóreos, tallados o recortados en madera, portadores estáticos de bandejas para el cenicero o la cestilla con la labor de ganchillo. Cuba y Filipinas: cofres con taraceas, mesitas con incrustaciones de marfil, máscaras y bustos de ébano fueron un referente lánguido que en La Isla también ayudó a perfilar una clase social que se acostumbró a enseñar los muñones de sus heridas y sus listas de bajas familiares como marchamo de garantía, fenómeno que se repetiría hasta el infinito en la Guerra Civil. Como reacción frívola al colonialismo perdido, esa clase social desembocó en un sueño acaparador de servicio doméstico, la mayoría de las veces desmesurado e incluso anacrónico con el verdadero nivel de vida que se podían permitir los señores de la casa, pero que contribuyó a establecer una urdimbre entre clases, aparte de tatas tan extraordinarias como mal pagadas, pero que al final lo daban por bien empleado porque tenían el cariño de los niños criados por ellas y el ser consideradas «como de la familia». Luces y sombras: claroscuros. 

Uno que, como ya ha dejado dicho, tiene sus años sin llegar a ser señor mayor, recuerda el paseo de muchos matrimonios isleños, niñera por delante empujando el cochecito de capota con el último vástago de la familia. Pasear con niñera por la calle Real fue el antecedente de la moda actual de pasearse con carritos abarrotados con las sensacionales ofertas de los supermercados. La Isla eterna, que cambia de costumbres pero no de actitudes. 

Y la postguerra. 

Perdónenme si no digo una sola palabra sobre la guerra. 

Hace algunos años, cuando logré enterarme de sus verdades y sus mentiras, me juré no escribir ni una palabra sobre tan terrible suceso. En mi afán de saber más allá de lo que nos contaban los libros de historia, siempre partidistas, incluso los escritos por extranjeros, traté de conocer la visión personal de los protagonistas de uno y otro bando; desde aquel anarquista, guarda-almacén en una empresa de publicidad en la que trabajé, hasta la familia de derechas, acosada en el Madrid cercado y muerto de hambre. Pisé aquellos pueblos que estuvieron en primera línea y que fueron reconstruidos por aquel organismo que se llamó Regiones Desvastadas, donde, casi veinte años después, las gentes guardaban sus miedos en espectrales casas de granito, frías, como panteones de vivos, sustitutos de los que tendrían que haber erigido a los que en todas las guerras mueren con una terrible pregunta sin respuesta. Supe de la guerra a través de un dibujante que la hizo en el Estado Mayor del General Rojo, de un capitán republicano que, perdida su condición, se ganaba la vida escribiendo novelas policíacas; supe lo que fue la Guerra con los ojos de un empresario, entonces niño, que pasó a diario las líneas de Madrid, andando, con dos conejos colgados del cuello en el viaje de ida y dos latitas de aceite, de la misma guisa, en el viaje de vuelta. O desde aquella conversación larga con Manuel Hedilla, en Barajas, esperando a un hijo suyo que venía de Inglaterra en uno de esos intercambios escolares que organizaba mi colegio; nunca he agradecido tanto el retraso de un vuelo. Supe, pues, de la guerra, a través de los que la sufrieron y decidieron olvidarla; también de los que pasaron factura y hoy lo niegan todo. En fin, que cuando creí tener una perspectiva desapasionada, preferí pasar página, que es lo que se debe hacer con todas las vergüenzas. Sin embargo no he querido hacerlo con la postguerra, sobre todo porque ésa me toco vivirla y creo que no se debe olvidar su calado porque este sí que condicionó definitivamente nuestra forma de ser. 

La moneda al aire que es cualquier guerra civil, en La Isla decidió un bando en donde, como siempre ocurre cuando existen dos mitades, en ambas partes hubo héroes y cobardes, víctimas y verdugos, vencedores y vencidos, todos, a la postre, perdedores. Los llantos y los lutos en La Isla caminaron juntos sin preguntarle a las ideologías, si acaso a los que creyéndolas verdades absolutas abrieron abismos de resentimiento. 

De lo que no cabe duda es que en la lenta, desesperante postguerra es cuando La Isla sufre una radical transformación, y a la ciudad pacífica y confiada le nacen verdaderos antagonismos. Y es lógico que ello ocurriera porque aparecen definitivamente los elementos comparativos. Decía Spengler que «uno de los derechos de la victoria es transformarse en injusticia hacia el vencido, pero también, que uno de los derechos de los vencidos es impedir que el vencedor se aproveche de la victoria». Aquí se cumplió la primera parte, pero no pudo cumplirse la segunda porque solo cupo el rechinar de dientes y el silencio. 

No sé. Venimos haciendo hincapié en la dependencia de La Isla hacia lo militar, y aun cuando sus formas de hacer se fraguan en la disciplina castrense, en las formas de ser fueron creándose anticuerpos que la equilibran, como veníamos diciendo. Se diría que en el isleño se establece un automatismo para desconectarse de «la disciplina oficial» quizá porque ha ido asimilando la insensibilidad de «lo oficial», quizá como ejercicio de autodefensa mental, como consuelo a su propio sometimiento, su válvula de escape fuera la misma a la que llegó Benavente, que aseguraba irónicamente que «la disciplina consistía en que un imbécil se hiciera obedecer por otros más inteligentes». Puede que fuera sólo una broma del autor de «Los Intereses Creados», pero piensen cuántos aquí se aliviaron con ese pensamiento, cuántos siguen pensando lo mismo pese al tiempo transcurrido; lo que a la postre viene a significar que ése es un elemento más que añadir a la materia con la que estamos amasados, y que si se hubiera dicho en tiempo y forma, no sólo habrían saltado los esquemas, como decía, sino que muchos habrían tenido una mejor perspectiva de sí mismos. 

El hambre y el militarismo fueron dos factores que marcaron la primera posguerra. Sin embargo, pese al aire de victoria que se respiraba y a ciertas ventajas en algunos, los militares nunca vivieron en la opulencia; ellos, sí, tenían sus uniformes y sus talantes, pero también unas limitaciones que el pueblo llano no tenía; pero el pueblo llano no suele ver más que gestos y actitudes. Chesterton aseguraba que todas las ideas generales son falsas; claro que a Chesterton no lo había leído ninguno de los que pasaban hambre en lo hondo de las Callejuelas, como tampoco podían imaginar que también la pasara el teniente de navío con casa de alquiler en cualquier calle del centro. Si al brigada o al capitán de la esquina le arrimaban carbón bajo cuerda, no todos los brigadas ni todos los capitanes cometían el mismo atropello. De pequeños detalles se fue creando un resentimiento grande, al que ayudó tanta misa de campaña, tanto desfile, tanto uniforme en las terrazas de las cafeterías, tanto baile de gala en el casinillo de doña Anuncia, con baranda en la alameda para separarse del pueblo sin uniforme y sin casino. 

La literatura, el arte de contar cosas, no tiene nada que ver con la estadística; los que escribimos, si no tenemos la capacidad de síntesis ni sabemos describir con cortas, pero certeras pinceladas, no sólo caeremos en una minuciosidad desesperante, sino que privaremos al lector de su propia imaginación para que, según su conocimiento, termine de perfilar el cuadro. Basten, pues, estos breves apuntes y pongan ustedes todos los matices que quieran, aunque teniendo en cuenta lo que una vez leí: que nadie puede salir de su individualidad. Y debe ser cierto, porque la opinión general está formada por muchas individualizadas; o lo que es lo mismo: la verdad oficial puede estar confeccionada de muchas pequeñas mentiras superpuestas. 

La Isla de aquel tiempo es una mezcla apagada de alpargatas y de sables, de hambre maquillada con uniformes y hambre descarnada y sin disfraces. Entre las clases más humildes, los militares no estuvieron bien vistos, pero los que no lo eran aspiraban a serlo o a parecerlo. La Isla, dos siglos y medio después de su nacimiento se dio cuenta que solo en lo naval militar tenía su pan y su paño de lágrimas; sumisa, por necesidad, aparcó las ideologías y las fobias, porque la redención del patio de vecinos, de la habitación con derecho a cocina, venía de la mano de un carné donde se leyera Arsenal, Observatorio, Suministros, Parque de Automovilismo, Cuartel de Instrucción, Hospital de San Carlos, Bazán o Constructora. Un carné con derecho a «economato» y a barriada de casas, a colegios y a escuelas profesionales; un carné que entreabría la puerta de la clase media, garantía de sueldo corto asegurado con el que obtener credibilidad y crédito para comprarse la ropa a plazos, y los muebles, y la radio Telefunken, y la nevera, para desembocar hasta en la conquista social del vermú de los domingos, después de salir de misa de doce. 

Poco a poco La Isla empezó a perder la inocencia de la pobreza para ser casi toda ella clase media. Nadie entonces se planteó esa modernidad de la productividad, porque todos vivían gracias a las muchas horas extraordinarias, fueran o no productivas. La Isla, que siempre ha sido rica en capitales turbios y en apellidos ilustres, aunque ambos dentro de la más exquisita discreción, empezó a articularse de espaldas a «lo civil». En los años cuarenta el presupuesto municipal no llegaba a los diez millones de pesetas y los empleados del ayuntamiento, como los dependientes de comercio, eran gente triste que arreglaban cartillas de racionamiento o despachaban tras los mostradores bajo la severa mirada de los dueños, incapaces de ninguna zalamería con los clientes porque el negocio, todos los negocios, para serlo, tenían que tener alguna relación con la Bazán o la Marina. También ésta fue una característica que nos singularizó, que ha ido perfilando unos estilos autóctonos, como el exilio voluntario de los más inteligentes por no comulgar con ningún esquema, o la mediocridad manifiesta de los que creen que su lugar en el sol van a conseguirlo con adulaciones, maledicencias, codazos y zancadillas; ellos, como afirmaba Maurois están condenados a ser mediocres porque odian y admiran mediocremente. 

La Isla y los isleños: rica paleta saturada de colores diversos con un aglutinante único, el escalafón. El escalafón, ambicionado por todos, seguro de vida, pero también una cortapisa a la sinceridad, aparte, claro está, de un freno a las valías personales y a las iniciativas individuales. No se puede ser sincero cuando siempre se tiene a alguien por encima que pueda molestarse; de qué valen las iniciativas si lo rentable es el goteo de cada fin de mes, llueva o ventee. El desasosiego actual de tantos y tantos isleños es que ya, difícilmente, podrán perpetuarse esos automatismos, porque, a pesar de que con el escalafón se conseguía una libertad condicionada, había que prescindir de la independencia. Ser independiente en La Isla sigue resultando carísimo, porque lo importante aquí es ser cereza y encontrar un cesto adecuado. Siempre ha habido cestos para todos: para inspectores de aceras, para coleccionistas de vitolas, para criadores de canarios flauta, para aficionados a los crucigramas en horas de oficina, para vestidores de Vírgenes, para aficionados a las trompetas y a los tambores … para los que creen que para ser escritor o poeta sólo es necesario un bolígrafo y una cuartilla o, como dictan ahora los tiempos, un ordenador personal, con muchos gigabytes en el disco duro. Tener la obligación de estar en el trabajo de ocho a tres deja mucho tiempo libre. 

Decían de Unamuno que era el único que predicaba impávido las pocas cosas que comprendía y sabía. Unamuno pudo estar equivocado pero fue honesto, pudo engañarse pero no engañar. Así he pretendido exponer mi visión de La Isla y los isleños, abocetando el cuadro general, buscando la simiente de donde nacimos, exponiendo los avatares de las cosechas, saliendo de su ombligo para compararla y valorarla sin hipocresías, aunque con la duda de si la materia con la que fuimos amasados no estará ya caducada; si será o no un error seguir aferrándonos a los pasados; si ser distintos nos compensa; si desde la impunidad de los escalafones se puede dinamizar el futuro. 

Dudas, demasiadas dudas. «Dudar hasta de la duda -lo decía Antonio Machado es una recompensa que otorga Dios a los escépticos y a los creyentes». Y Ortega añadía: «siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñes». 

Yo no he pretendido más que abrir el abanico, apuntar que entre La Isla grandilocuente y La Isla silenciosa existe otra que no necesita inciensos porque aquí, pese a los grupúsculos y a los clanes herméticos, nos conocemos casi todos, y nadie, como decía el proverbio árabe, puede ya saltar fuera de su sombra. Tampoco caben las revanchas. Gracián afirmaba que no hay venganza como el olvido, y cuando la dinámica de la vida nos obliga a echar un pulso diario, no hay tiempo para volver la vista atrás, ni para perderlo haciendo listas con menosprecios recibidos o crucigramas en horas de oficina. 

La razón, o las razones, que justificaron el nacimiento de La Isla están cambiando con la inexorable lentitud de los cambios profundos; lo anacrónico sería el triste espectáculo de que no vayan cambiando consecuentemente sus esquemas y se siga insistiendo en una sociedad falsa y pagada de sí misma que se nutra de grandilocuencia y chirigotas. 

La Isla y los isleños: un sueño donde no caben los ronquidos. 

Muchas gracias

1 comentario en “La Isla, trasluces y claroscuros

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